Cuando nos cayó la plaga de los chapulines yo tenía seis años. Digo que tenía esa edad porque nací en mil novecientos diez, y el susto que nos provocaron dichos animales fue, precisamente, en el año de mil novecientos dieciséis. Durante aquella madrugada, nadie imaginó siquiera el origen de aquel ruido extraño, como de avión lejano; porque en aquel entonces ni siquiera conocíamos los aviones. Fue mi madre quien me despertó, sin proponérselo. La sentí cuando me cubría con una sábana, protegiéndome del viento frío que se deshilachaba al meterse entre los resquicios del jacal. Los chapulines nos cayeron en seco. De golpe se aposentaron como llovizna de arena, cambiando el verdor de los maizales por una nata cafesosa. Porque eso era aquella cosa: una mancha mugrosa en los campos. Nomás al cantar los gallos, nos salió al encuentro una mañana rebosante de chapulines. Mi padrastro, arrojando a un lado la bachicha del cigarro de hoja que había estado fumando, dijo despreocupado: “