En la edad adulta, he leído algunos relatos de supervivencia de personas que después de haber experimentado una muerte clínica, han vuelto a la vida, o algunos otros relacionados con hechos sobrenaturales. Estos relatos, los he leído con el mayor cuidado y escepticismo pues jamás he deseado ser influido por estas lecturas en mis propias convicciones o experiencias. Quizás sea yo una persona receptiva para este tipo de cosas que voy a relatar de lo que sí puedo estar absolutamente seguro es que me han sucedido. Lo juro.
A mis ocho años. Mi primera experiencia paranormal:
En el año de 1956, Cuando tenía 8, aproximadamente, fui de visita a la casa de una hermana de mi madre, que vivía con su esposo y cuatro hijos en una granja llamada La Posta del Costeño a escasos cinco kilómetros de distancia de mi casa.
Esa granja, propiedad del Gobierno Federal, se utilizaba y aún en la actualidad como campo de experimentación ganadera y biológica, en aquél entonces se criaba: ganado porcino, vacuno, avícola y se producía huevo y pollitos que eran vendidos a la población en general para fomentar la creación de granjas familiares para hacer frente a la recesión económica de los años cincuenta.
Había además, chiqueros limpiecitos y algunos tenían pequeñas pozas de cemento que en ciertas épocas, cuando estaban vacíos eran lavadas y llenas de agua limpia y hacían la delicia de mis primos y yo que las utilizábamos como albercas, y me encantaba por eso visitar a mis tíos, más que por el afán de ser sociable, por el gusto de disfrutar de más de algún agradable fin de semana aunque hubiera que ayudar en el baño de los cerdos, en el recuento de éstos, en la recolección de huevo o en la carga de polluelos. Además, siempre había pollo en la mesa, preparado de una forma u otra manera para mi glotonería y disfrute.
La granja, además, contaba con un pozo profundo que la abastecía de agua que se utilizaba en el riego de los cultivos de forrajes, maíz y sorgo que se utilizaban en la alimentación del ganado y a donde iban a cargar pipas propiedad del Gobierno del Estado para abastecer a las familias de colonias pobres que no contaban, en ese entonces, con agua potable y se les suministraba con este medio.
Era un sábado cualquiera en que llegué a disfrutar desde el viernes anterior de todo un fin de semana que prometía ser hermoso. Nos levantamos tempranito y ayudamos en la limpieza, de los chiqueros para dejarlos limpísimos, luego, en carretillas, llevamos el alimento destapando con cuidado las bolsas de cuadros de distintos colores y tamaños que después servirían para que mamá nos fabricara camisas y calzoncillos con ellas, pues las vendían ya vacías a solo cincuenta centavos cada una.
Aproximadamente a las diez de la mañana, esperábamos a mis tíos de regreso del mercado para desayunar, cuando llegó a la puerta un camión cisterna con un chofer nuevo al que le decían “El Cuate”, este chofer desconocía la ubicación del pozo y la forma en que se llenaba la pipa de agua, pues había que cerrar una llave para abrir otra y subirla a la boca de la cisterna ambulante para que se llenara por medio de una gruesa manguera, ceremonia desconocida por el nuevo chofer.
Nos pidió, pues, en ausencia de mi tío Pascual que así se llamaba, lo acompañáramos al pozo y le diéramos las indicaciones correspondientes para llenar su pipa con agua. La emoción fue grande y mi primo Chuy y yo rápidamente nos subimos a la pipa en la parte trasera, montados sobre una especie de patas de hierro que traía y que colgaban en la parte trasera del camión.
Al llegar al pozo, el camión debía hacer reversa para acomodarse a la toma de agua elevada, por lo que desde donde estábamos, le gritábamos que echara reversa, con el consabido “viene, viene”. El chofer fue dando reversa, y nosotros no percibimos la cercanía de un árbol de coastecomate por la parte de atrás, así que el Cuate, al oír el “viene, viene”, aceleró sin darse cuenta que presionaba mi cabeza contra la superficie del tronco del árbol, seguido de un grito angustioso que escapaba de mi infantil garganta.
Mi vista se nubló, borbotones de sangre tibia escapaba de mi cabeza, mi primo salió disparado a gritarle al chofer lo que pasaba y éste, solo acertó a recogerme y dejarme sobre la graba limpia que había a la orilla del pozo del que percibía tan solo un zumbido. El chofer, habiendo atado mi cabeza con su pañuelo, salió huyendo y de paso le dijo a mi Tío Pascual lo que había sucedido poniendo pies en polvorosa pensando lo peor.
Mi tío subió a un jeep que era el medio de transporte utilizado en la granja y llegó jadeando donde yo estaba, que yacía en forma cómoda y sin dolores, solo con una grata semiinconsciencia que me parecía del todo, fuera de lugar.
Sentí cuando me tomó en sus brazos mientras mi tía Trinidad, que lo acompañaba puso una cobija sobre el piso del Jeep y presurosos salieron directo a la ciudad rumbo a la Cruz Roja donde recibí tan solo una limpieza y le ordenaron a mi tío llevarme al Hospital Civil en la calle cerrada de 27 de Septiembre, donde ahora es la Escuela de Artes de la Universidad de Colima.
Al llegar al lugar, creo a medio día, mi tío me depositó sobre una mesa de granito, entre él y los doctores que me atendieron me desnudaron, dándose cuenta de la gran cantidad de sangre que había perdido ya, mientras que yo, estaba sumido en una especie de modorra chicha muy cómoda, por cierto. Sentí como uno de los médicos me tomaba los signos vitales y me incitaba a hablar, a mover los pies o manos, y de repente dijo –Este niño, se nos va. ¡No hay pulso!– Mientras sentí un piquete y la entrada de algo en mi brazo cuando una enfermera me canalizaba para poner suero en mis venas. No sé el tiempo que pasé ahí, sólo escuchaba murmullos y el trick track de la aguja al penetrar mi piel, cuando suturaban las heridas de mi cabeza, una de veintitrés centímetros en la parte occipital y otra de diez en la parte frontal.
En un momento dado, no sentí más nada. Miré con los ojos del interior, un pasillo de luz, profundo interminable y sentí como me deslizaba suavemente sin dolores, por el contrario en medio de una gran alegría y paz como jamás me había sentido. Hubiera querido permanecer ahí, pero a los tres días desperté en una cama de hospital y la primera cara que vi fue la de mi hermano Rubén que cuidaba de mí en mi momento de más profunda soledad y tristeza, pues llegó a mi mente la experiencia vivida y hasta ese momento di rienda suelta a un llanto intranquilo, mi estómago se revolvió y subía y baja en hipos de angustia.
Después de diez días de hospitalización, regresé a casa, le platiqué a mi mamá lo que había pasado y sentido desde el momento de quedar sobre la graba del pozo hasta despertar en el hospital y con un abrazo se limitó a decirme –Mijo, esa luz era la Luz de Dios, que aún no te necesitaba allá, Él te da una nueva oportunidad, aprovéchala.– Quedé tranquilo con la explicación, pero la paz y tranquilidad vividas en mi experiencia, las he vuelto a sentir en diversas ocasiones, que les cuento en seguida.
A mis veinte años.
Casi para cumplir veinte años, vivía en un pueblo llamado Ixtlahuacán, lugar al que fui a trabajar desde los diecisiete años, ahí se inició mi vida de adulto. Para entonces, solo había cursado hasta segundo año de secundaria y trabajaba en la construcción de la Iglesia de los Santos Reyes, invitado por un gran sacerdote amigo mío, llamado Juan José Rincón Jiménez, del que posteriormente hablaré.
En el mes de Julio de 1968, después de la dura jornada de trabajo, caminé calles abajo del pueblo con el fin de relajarme y sudar un poco antes de darme un baño. Llegué hasta donde se instalaba una pequeña plaza de toros, que se utilizaba durante las Fiestas Patrias, festividades por demás llenas de colorido y sabor campirano que me encantaban pues eran pocas las oportunidades de diversión en dicho lugar. Subí al entramado donde se subían las autoridades y me recosté sobre el piso de madera áspera y me quedé profundamente dormido.
Pasada como una media hora, ya casi oscurecido, sentí una mano suave que me presionaba sobre el brazo. No sentí miedo, de nuevo llegó a mí esa paz y tranquilidad sentida en mi niñez y escuche claramente una voz que en mi interior resonaba suave y cadenciosa y que sentí grata a mis sentidos, –Mario, – Me susurró la voz. – ¿Podrás quedarte en éste lugar encerrado de por vida o tendrás las agallas para salir y ser alguien en la vida? –.
Ahora sí me estremecí, no de miedo desde luego, sino por la verdad que encerraban esas palabras, pues a nadie había comentado que habiendo llegado a la edad de la “punzada”, mi idea era encontrar una damita con la que compartir mi vida y quedarme a vivir en ese paradisíaco lugar. La voz y la sensación se fueron como llegaron y solo sentí el fresco viento rozar mis mejillas y el cuerpo, por lo que me dio por meditar en lo que había escuchado.
La verdad, la decisión fue rápida. Fue mi último trabajo en la construcción, en el mes de septiembre siguiente, iniciaba mis clases de contabilidad en el “Instituto de Comercio y Administración” recién fundado por los Contadores: José Alejandro Contreras Jacobo y Salvador Govea, de donde a los tres años, cuando aún no cumplía veintitrés salí diplomado de Contador Privado iniciando con ello una nueva etapa de mi vida. ¡Todo ello, gracias a una voz!
A mis veinticinco años.
En el mes de julio de 1972, contraje matrimonio con Silvia, mi esposa. Durante dos años no procreamos hijos por lo que paseamos lo más que pudimos durante ese tiempo, generalmente salíamos en un vochito 1968, a diferentes partes de Jalisco y Michoacán, en forma muy especial a Uruapan y Janitzio, lugares que nos cautivaron.
En el mes de noviembre de 1973, regresábamos de Uruapan, Michoacán, siendo como a las siete de la tarde casi a punto de obscurecer, descendíamos poco a poco por la sierra de Mazamitla, lugar hermoso y de agradable clima montañoso y un exquisito aroma a pino y flores silvestres, algo que disfrutábamos plenamente en nuestros primeros años de matrimonio, pues ambos gustábamos de este tipo de paseos.
La penumbra iba poco a poco venciendo la débil luz del sol extendiendo su manto nubloso sobre la carretera Jiquilpan- Manzanillo. Ésta era angosta, de dos carriles y sumamente peligrosa, pues era la principal comunicación del Estado de Colima con la Ciudad de México y el centro del país, en lo general era mucho el tráfico y al ser mi auto pequeño, y yo, muy precavido al manejar, cuando algún camión de carga me rebasaba en carretera sentía a mi querido vochito moverse hasta hacerme sentir ladeado peligrosamente hacia el paredón de la montaña.
Casi al terminar la pendiente de un peligroso tramo, sentí que el auto se forzó y empezó a zigzaguear peligrosamente, lo que me hizo recargarlo a un costado con casi medio auto todavía en la carretera, lo que para mi esposa representó un momento de histeria, pues de hecho, sobraban razones tomando en cuenta lo que relato antes.
Yo, con mucha tranquilidad, le mencioné que deberíamos conservar la calma pues solo se trataba de un cambio de llanta pues todo parecía indicar que era una ponchadura, lo que corroboré al bajar del auto y verla pegada al hierro del rin. Le señalé la forma en la que podía ayudarme, y la encaminé unos cincuenta metros adelante con una franela roja en sus manos para que hiciera señales a los automovilistas y choferes para evitar un accidente.
Ya colocada ella en un lugar estratégico, regresé dispuesto a realizar la talacha, para lo cual abrí la trompa del vocho para sacar la refacción, más ¡Oh... sorpresa! Como todo buen principiante debería pagar la novatada, la llanta estaba totalmente vacía de aire, no la había checado desde la compra del auto y estaba a cero, simplemente nada.
Al darse cuenta, la histeria de mi esposa se tornó casi locura, pues los camiones de carga pesada pasaban y nos sacudían con tal fuerza que casi nos arrojaban al piso y mi cerebro luchaba por encontrar la solución. Decidimos pedir un aventón para que mi esposa al poblado más cercano a buscar una llantera.
Nos encontrábamos haciendo señales y pidiendo un raid, mientras la noche amenazaba por cerrarse en forma completa, y los altos pinos de la sierra, tomaban formas fantasmales que realmente atemorizaban pues carecíamos, otra vez por la novatez, de una linterna que nos hiciera notar en la obscura lejanía y solo los débiles faros de emergencia de auto nos hacían notar. Pasaron los minutos que parecieron horas, sin que nadie osara detenerse, los autos pequeños por temor, los grandes por el peligro que representaba detenerse en la carretera. Así que sólo quedaba esperar, mientras el canto de los grillos y el sonido peculiar de otros bichos nocturnos que iniciaban sus rondines, nos ponían los pelos de punta.
Mi esposa, se armó de valor y me dijo –Tendré que caminar un poco hasta encontrar un espacio donde no haya curvas en el camino, ahí de seguro podrán detenerse los autos sin peligro y podré hacer lo que me pides. – En esa plática nos encontrábamos, cuando a lo lejos vimos acercarse a una persona en una bicicleta.
Mi corazón aceleró su ritmo, en tanto la persona se acercaba cada vez más, hasta llegar a nosotros, le explicamos lo sucedido y la persona, que era un señor de edad mediana y de rasgos finos, muy serio, sin contestar más que con leves cabeceos nos indicaba que fuese mi esposa a hacer señales a donde antes se encontraba, mientras a mí me indicaba que montara la llanta en el lugar donde debía estar, colocando enseguida los tornillos que ajustaban el rin con la masa, luego, sin saber de dónde, sacó una bomba de carga de aire para llanta de bicicleta y mientras yo presionaba la boquilla de la bomba contra la boquilla de la llanta del auto con un paliacate, él empezó un simple bombeo que poco a poco fue introduciendo aire a la llanta, hasta ahora sin explicarme cómo.
En un breve espacio de tiempo, el vocho estaba listo para rodar. Yo quise agradecer al señor que se mostraba un poco tímido al hablar con algo de dinero, a lo que se negó moviendo la cabeza lateralmente. Me despedí de él y al estrechar su mano sentí una calidez y paz indescriptible, de verdad no la puedo explicar. Él se montó de nuevo sobre su bicicleta perdiéndose en la penumbra nocturnal, mientras mi esposa y yo, subimos al auto reiniciando la marcha hacia nuestro querido Colima.
Manejaba yo nervioso, por la posibilidad de que el aire no fuera suficiente para llegar hasta Tamazula, que era la población más cercana a donde haría que me revisaran las llantas para continuar sin problemas hacia mi destino. Mi esposa y yo, no cruzamos palabra alguna, el silencio parecía una gota de azogue dispuesta a romperse en mil pedazos. Solo acertábamos a mirarnos uno al otro sin saber que decir.
Llegamos a la llantera y el encargado de inmediato cambió la que estaba dañada por una de medio uso, pues carecía de llantas nuevas y al desmontar la otra para revisarla, se dio cuenta de que el aire tenía la potencia exacta de presión y estaba en muy buenas condiciones lo que hacía innecesario su cambio, volviéndola a montar asegurando que no había necesidad de más nada.
Fue hasta entonces que rompiendo el silencio, nos dimos cuenta de que habíamos sido ayudados por un ángel, por una entidad enviada por Dios a quienes estando en peligro, confían en él. Así lo comentamos y quedamos convencidos de ello.
A mis veintiocho años.
En el mes de abril de 1976, estábamos, mi esposa y yo, listos para el nacimiento del segundo de mis hijos, Efraín. Nos encontrábamos nerviosos pues mi primera hija nacida en septiembre de 1974, había nacido por cesárea y una doctora amiga nuestra, nos aseguraba que éste podría nacer sin necesidad de esa agresión médica al cuerpo de mi esposa, que ya había sufrido para entonces además, la pérdida de dos bebés, por lo que este en realidad era su cuarto embarazo.
La Semana Santa del mes de abril de ese año, fue sumamente problemática para ella, pues el bebé se había formado en el lecho materno pegado a un hueso de su cadera, lo que “ayudaba” al bebé a apoyarse para moverse dentro del útero golpeando con fuerza los órganos internos de su madre. Acudió a su última revisión el lunes por la mañana, habiendo la doctora descartado el nacimiento antes del fin de semana. Sin embargo, las cosas no fueron así. El sábado a las once de la noche, con puntualidad cronométrica, llegaron los dolores de parto anunciando la llegada del primer hijo varón, que aún no sabíamos que lo fuera.
De inmediato acudimos a la “Clínica del Sagrado Corazón” que era el único hospital privado que en ese entonces había en Tecomán, nuestro lugar de residencia, mi esposa fue ingresada y de inmediato se inició la búsqueda de la doctora que debía entenderse del parto, pues siendo de noche, en día inhábil y en fin de Semana Santa, era remoto encontrarla y más sin las comunicaciones con las que se cuenta actualmente.
Hasta las tres de la mañana se encontró a la doctora, aunque antes se había iniciado el probable trabajo de parto de mi esposa, con otro médico que no estaba al tanto de la historia clínica de ella. El doctor que actuaba, en realidad tiene la especialidad de pediatría y se veía temeroso de actuar en el área de ginecología, de hecho, no había médicos especialistas en aquella época en nuestra ciudad y los que realizaban operaciones quirúrgicas se trasladaban de las ciudades de Manzanillo o Colima.
Fue así que la doctora llegó, aunque un poco “desvelada” por la alegría de las vacaciones que aún no terminaban y junto con el doctor que era propietario del nosocomio, luchaban porque mi esposa hiciera el trabajo en forma “normal” siendo ayudados por una enfermera cuñada del médico en tan ardua tarea.
A las cinco de la madrugada, ambos se dieron cuenta de que mi esposa, por más lucha, no podría dar a luz en forma natural, por lo que debería ser intervenida en una nueva operación cesárea. Pero había dos opciones: una era trasladarla a la ciudad de Colima, lo que por su debilitamiento físico y cansancio después de varias horas de esfuerzo, era muy riesgoso. La otra, era llamar a un cirujano y a un anestesista disponibles para que vinieran de otra ciudad, y fuera en Tecomán donde se realizara la intervención quirúrgica. Se me llamó para tomar opinión a lo que acepté la segunda opción.
Pedí hablar con mi esposa, habiendo sido autorizado, me coloqué una bata e ingrese en la sala de expulsión donde se encontraba, sentí un verdadero escalofrío pues había sangre en abundancia y la cabecita de mi pequeño hijo se encontraba visible en el canal de parto, mi esposa, desfallecida solo pudo decirme –Mario, me siento mal. –A lo que, aterrorizado, sólo acerté a responder. –Aguanta, todo saldrá bien, te lo aseguro.
Puedo asegurar que lo que sigue es verdad, en el sanatorio, no había oxígeno, no había médicos especialistas y sólo había voluntad de parte de los médicos y la enfermera que asistían a mi esposa y de mi parte la seguridad y convicción interna de que todo saldría bien. A las cinco y media de la mañana, después de que el médico asistente fue al teléfono para localizar a los médicos disponibles y después de que oré al oído de mi esposa pidiéndole que tuviera fe, me dirigí a la habitación que le había sido asignada desde su llegada. Me senté al borde de la cama, cerré mis ojos y con un gran fervor y una fe infinita, pedí algo así:
–“Madre mía de Talpa. Jamás he visitado tu templo, mi abuelita y mi madre siempre me han hablado de tus prodigios y milagros. Yo, desde lo más profundo de mi corazón, te llamo y te ruego, que muestres mi súplica ante Dios para que todo esto que estoy pasando sea un mal sueño, has que mi esposa y mi hijo se salven, pero si por alguna razón se necesita allá a alguien, que mi esposa se quede, señora mía, pues mi otra hija la necesita, Madre, si todo sale bien, entraré de rodillas con mi hijo en brazos hasta tus pies y seré uno de tus más fervientes devotos”. –Después de esta breve comunicación, sentí cómo alguien se sentaba a mi lado en la misma cama, la percepción fue tan clara, que el colchón se ladeó hacia mi lado derecho mientras un hermoso olor a rosas, un bendito olor que jamás había percibido, llegó a mis sentidos dejando tras de sí una maravillosa paz y tranquilidad.
Antes de las siete de la mañana, llegaron oxígeno, médico y anestesiólogo a resolver el problema del nacimiento de mi hijo Efraín, llamado así en honor a quien iba a ser su padrino de bautismo muerto en un accidente un mes antes. Fue tal la rapidez del caso, que mi hijo sufrió un corte en la espalda, dejado por el bisturí que penetró en las carnes de mi esposa con la urgencia del caso, dejando una marca indeleble de por vida en el cuerpo de mi hijo, como para recordar para siempre, que su venida fue gracias a la intervención de la Virgen de Talpa ante Dios.
Luego de cumplir mi hijo, tres meses de edad, en satisfacción de mi promesa, de rodillas y abrazando a mi pequeño hijo junto a mi corazón, lo ofrecía a Dios y a la Virgencita de Talpa, poniendo en sus manos su vida, seguridad y felicidad. Desde entonces, soy Talpeño y mi hijo, que conoce de tan gran milagro, también acude con regularidad a postrarse a los pies de tan poderosa Señora.
Ir a Talpa, es de un regocijo extraordinario pues desde la llegada al pueblo, ahora ciudad, se siente una armonía espiritual indescriptible, su templo es un refugio de paz y se percibe un efluvio de buenas vibras proveniente de millares de peregrinos de muchas partes del país y del extranjero, que vienen a postrarse en oración ante la imagen de la Virgen del Rosario de Talpa, agradeciendo los favores recibidos o entregando las peticiones personales y familiares. Todo en un ámbito de amor y cansancio del viaje, pues Talpa es un lugarcito hermoso perdido entre las inmediaciones de la Sierra Madre Occidental olorosa a pino, guayabas, sudores del camino y milagros.
A mis treinta y seis años.
En otro vochito había realizado un viaje de trabajo a la Guadalajara, Jalisco, este en compañía de mi compadre y amigo José Luis Cárdenas Guerrero, compañero de estudios de bachillerato y que a la postre laborábamos en la Administración Municipal 2003-2005 de Tecomán, Colima.
Regresábamos de ese lugar como a las cuatro de la tarde, por la antigua carretera de dos carriles a la altura del poblado de “Santa Anita”, entonces una carretera que aunque peligrosa era de gran belleza, pues se encontraba en medio de una larguísima fila de esbeltos y frondosos eucaliptos que despedían su aroma aumentado por una lluvia pertinaz que nos acompañaba desde la ciudad.
Íbamos a un paso regular, es decir, sin ir de prisa. A la altura del poblado, rebasé a un camión materialista al que soné el débil claxon del vocho con el fin de que al escucharnos extremara el chofer del camión sus precauciones. No obstante, éste hizo un temerario viraje hacia su izquierda en el momento en que había iniciado ya el rebasamiento. Sólo acerté a exclamar –Dios mío... ¡Ayúdanos!–.
Casi al chocar mi auto de frente con la parte anterior izquierda del camión, frené un poco por temor a dar la voltereta, mi compadre se agarró de una asidera que estaba colocada en el tablero del auto mientras mi auto se deslizó suavemente en sentido contrario, el claxon sonó de nuevo y el camión, milagrosamente reordenaba su dirección para dejarme pasar sin peligro ya libremente.
Ambos guardamos silencio por mucho rato, miré a mi compadre de reojo y lo vi más pálido que nunca, pues de hecho, su color es de un blanco pálido aumentado por la impresión del momento vivido. El, religioso ex seminarista empezó a rezar anteponiendo el amén al líbranos de todo mal, del Padre Nuestro. Yo, por mi parte, sólo pensé en el milagro que Dios había hecho en el momento preciso y volviendo a sentir aquella paz sobrenatural que siempre me ha acompañado en distintos momentos de mi vida, que he pedido o estado en medio de la intervención Divina.
Tardamos más de media hora, de seguro, para recuperar el habla, no paramos hasta llegar a nuestro destino, y desde entonces, jamás ha vuelto mi compadre a acompañarme a ningún viaje, pensando creo, en que el “mala pata” soy yo. Jajajajajajaja.
Con esto termino la narración de cuatro extraordinarios momentos que he vivido, sin contar otros muchos que sería largo enumerar, y algunos que quizás no he percibido, por esto y mucho más, siempre creído en la existencia de Dios. Ese ser maravilloso que rige los destinos del universo con la maestría absoluta de que él es su creador.
Mario López Barreto.
Enero de 2007.
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