Cuando nos cayó la plaga de los chapulines yo tenía seis años.
Digo que tenía esa edad porque nací en mil novecientos diez, y el susto que nos provocaron dichos animales fue, precisamente, en el año de mil novecientos dieciséis.
Durante aquella madrugada, nadie imaginó siquiera el origen de aquel ruido extraño, como de avión lejano; porque en aquel entonces ni siquiera conocíamos los aviones.
Fue mi madre quien me despertó, sin proponérselo. La sentí cuando me cubría con una sábana, protegiéndome del viento frío que se deshilachaba al meterse entre los resquicios del jacal.
Los chapulines nos cayeron en seco. De golpe se aposentaron como llovizna de arena, cambiando el verdor de los maizales por una nata cafesosa. Porque eso era aquella cosa: una mancha mugrosa en los campos.
Nomás al cantar los gallos, nos salió al encuentro una mañana rebosante de chapulines. Mi padrastro, arrojando a un lado la bachicha del cigarro de hoja que había estado fumando, dijo despreocupado: “le van a hacer falta horas al día para albergar a tanto animalero jijo de perico”.
Mi madre, que tenía especial sentido para oler las tempestades, empezó a rezar desde temprana hora. Agarrada al rosario, hacía brotar de su boca padrenuestros y avemarías en su intento por apaciguar tormentas.
La maldita plaga se nos encaramó por lo menos siete días. Durante ese tiempo mirábamos alelados cómo se posaban en los árboles para encuerarlos en un santiamén, dejándolos trespeleques, con las puras ramas pelonas, apuntando hacia el cielo, como señalando que de allá venía el castigo.
Era tal cantidad de animales, que al terminar con los cultivos, empezaron a devorarse a sí mismos. Entonces nos dio en pensar que de un momento a otro la emprenderían contra la gente. Y en todo este valle de Banderas, valle de lágrimas entonces, los lamentos brotaban como veneros en septiembre, como catarro en enero.
Alguien soltó la versión de que… “esto está escrito en la Biblia; es señal cierta del fin del mundo; sólo es el inicio, porque faltan cosas peores, como las lluvias de lumbre, la resurrección de los muertos”… y sabe que tanto más.
Hasta los incrédulos, hurgando en el costal de sus olvidos, desempolvaron oraciones aprendidas en la niñez. Todos invocábamos al poder de Dios. Las promesas de peregrinaciones y mandas a La Santísima Virgen del Rosario de Talpa se desgranaban atropelladamente de los mortificados labios de los vallejanos. La venerada imagen de la Virgencita del Tintoque, santa patrona de Valle de Banderas, empezó a recorrer los caminos de la región, en hombros de los feligreses que, en coro de voces destempladas, entonaban alabanzas.
Y por las noches, al ir a la cama, las mamás nos hacían rezar:
San Jorge bendito,
amarra tus animalitos,
para que no nos vayan a picar
ni a mí ni a mis hermanitos.
Cuando sentimos que la plaga amenazaba con quedarse para siempre, fuimos a implorar la santa intervención del padrecito Rocha. El bienamado anciano convocó a misa para el día siguiente. En ella nos instruyó para que saliéramos con latas y palos a los campos y le armáramos una sonajera a ese “perjuicio del demonio”, dijo. Nos invitó, amoroso pero enérgico, a reconvenirnos con Dios y La Santa Madre Iglesia... Nomás diciendo aquello, nos echó la bendición y montó en su burra prieta, compañera inseparable en su incansable trajinar por esos lugares. Nos guió hasta los coamiles de Tondoroque y Bucerías. Con una campanita de oro iba tintineando a su paso. Esparciendo agua bendita y haciendo la señal de la santa cruz a los cuatro vientos, conjuró a los chapulines. Entonces vimos al animalero levantar el vuelo, como por obra del Espíritu Santo, para ir al encuentro de las aguas del mar.
A los dos o tres días las olas marinas empezaron a vomitar cerros de chapulines muertos. Las playas no eran suficientes para dar cabida a tanto animal, ni los zopilotes, para pintar de luto aquel festín.
Hasta nuestro rancho, Mezcales, llegaba el viento corrompido, hediondo a pescado manido, durante varios días después.
Dicen que la plaga esa tuvo su origen en una maldición. Que un rico terrateniente, de allá por el lado de Mascota, no le quiso dar tantito maíz a su pobre madre.
–Hijo, no tengo que comer; dame un poco de maíz- dicen que rogaba la anciana.
–No tengo, madre. Se me acabó el del gasto. Por ahí ve a ver que comes, verdolagas o quelites del campo.
–Pero hijo, si tienes las trojes llenas…
–Ese maíz no lo puedo destapar ahora. Se me airea y se pica pronto.
Dicen que la anciana se alejó llorando, por la ingratitud de su hijo. Y que, llegado el tiempo, cuando el rico terrateniente al fin abrió sus trojes, infinidad de chapulines salieron a su encuentro, derribándolo. El hijo ingrato, no podía creer que cada uno de sus granos de maíz, se hubiera convertido en un chapulín.
Bueno, eso dicen.
Comentarios
Publicar un comentario