Mi abuelo contaba que por esta región habitaba un demonio, de aquellos que fueron arrojados a la tierra cuando el Arcángel San Miguel derrotó a Lucifer. El nombre de este engendro maligno era Apolión.
Apolión era tan inquieto que llegó a desesperar a don Diablo. Un día, ya harto, éste lo tomó de la cola y lo lanzó con tanta fuerza que cayó cerca del cerro de don Pedro, se lastimó la patita de gallo, quedando cojo desde entonces. Sólo le funcionaba bien la pata de cabra.
Mucho tiempo Apolión vagó solitario por entre los cerros. En ocasiones asustaba a algún trasnochado para no aburrirse, o engañaba a un desesperado para quedarse con su alma, pero siempre andaba solo, nunca se acercaba al pueblo. Mi abuelo contaba que éste diablito fue quien le enseñó el arte de destilar lechuguilla a cambio de que nunca le faltara su ración de raicilla. – Tú me das raicilla y yo no me meto contigo ni tu familia – así le dijo Apolión a mi abuelo.
Apolión creía que sus endemoniados compañeros se habían olvidado de él, pues pasaron siglos sin que viera a alguno de ellos.
Un día que “andaba a medios chiles”, por el rumbo de Cabos, de pronto se le apareció su patrón el Diablo, en medio de una densa nube, fuerte viento y relámpagos.
– ¡Apolión, mi mal engendrado amigo, qué infernal alegría me da verte! – le dijo Satanás, hipócritamente. –Siento mucho haberte tratado tan mal, pero creo que te lo merecías. Aun así quiero darte la oportunidad de reivindicarte conmigo, así que te tengo un trabajo especial –.
Apolión no creía lo que estaba pasando. Todo fue tan de repente. Andaba medio briago y además tenía como treinta años que no hablaba con alguien. Así que su reacción fue caminar arrastrando su patita y abrazarse de la cintura de Luzbel con tanta fuerza que el maligno tampoco supo qué hacer. Se sorprendió así mismo sintiendo compasión. Así las cosas, don Chamuco tomó a Apolión por los cuernitos y lo apartó del camino diciendo –sí, sí, sí, yo también te extrañé, pero… ¡a lo que vine! porque no tenemos mucho tiempo para sentimientos. Si se enterara San Miguel que estamos aquí, nos arma un pancho como el de la otra vez, ¡y traigo una flojera! –
Se apartaron del camino metiéndose entre la maleza, detrás de unas piedras, donde el Diablo le contó su maléfico plan: –Necesito que causes muchas bajas entre los peregrinos. Estos canijos no dejan de venir a Talpa a pesar de los obstáculos que les ponemos. Tienes que hacer hasta lo imposible para que no lleguen con “La Cha-pa-rri-ta”, ¿me entiendes? Eres mi demonio, ahí te encargo. Por cierto… ¿qué tomaste? Traes aliento de zopilote. – Diciendo esto el Rey de los Avernos desapareció de la misma manera en que llegó.
Apolión se sintió como el elegido, como el ungido: – Soy el único, soy un carbón encendido – se decía y se echaba porras.
Y puso cuernos a la obra.
Al día siguiente empezó a soltar ladrones y asesinos, desató animales de uña, azotó con tormentas los caminos para desarreglarlos, enfureció a los toros y hasta alborotó una que otra comadre para hacer caer en tentación al compadre. De todo se valió.
La estrategia le estaba funcionando bien, pero cometió un error muy grande: lo dominó la soberbia y empezó a dejarse ver por los peregrinos, quienes en sus ruegos a la Santísima Virgen de Talpa le pedían que los protegiera de esa infernal criatura. La virgencita comunicó a San Miguel del problema y le pidió que se hiciera cargo, pues era su especialidad acomodar al “Chamois”.
El Arcángel reunió a sus consejeros, quienes le recomendaron enviar un espía para calcular cuántos soldados iban a necesitar y planear la batalla. Y así, decidió enviar a Lelahel, un novato pero entusiasta ángel soldado, además guardaespaldas de San Miguel. Este ángel era muy listo, audaz y escurridizo. Ya había mostrado su valía, así que era el indicado.
El astuto Lelahel, para cumplir con su misión, se disfrazó de peregrino y se dirigió al rumbo por donde se había visto a Apolión. No pasó mucho tiempo cuando en la vereda se encontró con unos peregrinos que habían sido asaltados. Afirmaban haber visto una horrenda criatura, apestosa a raicilla, chaparrona y encorvada; poblada su espalda de pelos como de jabalí y que rengueaba al caminar.
– Sus huellas son fáciles de distinguir, va dejando una rayita y un punto, rayita, punto. – dijo uno de los peregrinos.
Lelahel desconocía el término “raicilla”, así que preguntó – Perdón, buen hombre, ¿qué es raicilla?
El peregrino lo vio como sorprendido y de repente soltó la carcajada y dijo – ¡Hazte el angelito!, y no me digas que nunca te has echado tus alipuses. Cuando llegues a Talpa pregúntale a cualquiera en la plaza. Allí, o te dicen o te invitan –.
Lelahel aguzó el olfato, e iluminándose con una cachimba de petróleo, empezó a buscar por los alrededores. No tardó en encontrar las huellas: -rayita, punto – recordó y dijo en voz alta, rayita, punto. Vio a Apolión trepado en un guayabo, empinándose un bulito; lo observó por largo rato. Ahora sabía que era un sólo demonio, también conocía su debilidad y dónde encontrarlo.
Se dijo – Esta es mi oportunidad de impresionar al jefe; voy a idear un plan para acabarlo en un santiamén –.
Lelahel dejó sus atuendos de peregrino y con los de ángel se dirigió a la basílica, sólo para refugiarse unos días y pensar muy bien su plan. Allí escuchó a unos peregrinos hablar de la Capilla de San Miguel y sin perder tiempo fue conocer esa oficina que no conocía de su patrón. Al ver la estatua que allí se encuentra, no pudo dejar de pensar en lo vanidoso que era San Miguel al ponerse “ese adornito”. También pensó en lo iba a decir su patrón cuando se entera de que le decían “La Capilla del Diablo”.
Regresó a la basílica y estuvo caminando un par de días, de una torre a la otra, pensando en su angelical plan. Cansado, se detuvo junto al reloj. Apoyado en el barandal observó la plaza y, como por arte divino, le dio forma a su plan. Lo vio pasar en su mente como una película, cuadro por cuadro, pero en cámara rápida.
– ¡Si, si, si! Soy un ángel – se decía Lelahel mientras brincaba de júbilo.
Volvió a disfrazarse de peregrino y bajó a la plaza, – ¿Dónde consigo unos litros de raicilla? – preguntó a unos peregrinos que mitigaban su cansancio con unos tragos de aquel líquido ardiente. – Mira joven, ¿ves aquel anciano que está junto al kiosco? Él es el de la taberna, pregúntale a él –.
Lelahel llegó con mi abuelo y le pidió mucha raicilla. Mi abuelo sorprendido le preguntó para qué quería tanta. El ángel se enredó dándole explicaciones, pues no podía mentir, así que le tuvo que contar la verdad. Le dijo que la quería para atrapar a ese demonio que andaba suelto por ahí. También le dijo que sabía del trato que había hecho mi abuelo con ese engendro. Mi abuelo sin pensarlo, tal vez por miedo a algún castigo del cielo, le regaló la raicilla que traía. Lelahel recogió unos botes de aluminio, que abundaban en la plaza, y metió su cargamento en la torre norte de la basílica, hasta arriba, lejos del campanero.
Esperó a que llegara la noche y se dirigió a la capilla de San Miguel. Entró por el campanario; con cuidado movió hacia un lado la estatua de San Miguel y comenzó a cavar un pozo. Ya casi al alba volvió a poner la estatua en su lugar y se retiró a descansar en la torre norte de la basílica. Al llegar la noche regresó para seguir con su tarea. Así lo hizo por cinco noches más, pues el pozo debía quedar profundo.
Por fin terminó. Era hora de iniciar gran su plan.
Esa noche buscó a Apolión. Lo encontró por el rumbo de Las Coloradas. Sin perder tiempo roció un poco de raicilla alrededor, para llamar la atención del diablito. Éste, al percibir el aroma de la terrenal tentación se fue en pos de ella. Lelahel comenzó a llenar rápidamente botecitos de aluminio con raicilla, y los fue dejando por la orilla del camino, hasta llegar al pozo, en la capilla.
Apolión los fue siguiendo, Rayita, punto y encontró el primero, rayita, punto y encontró el segundo, rayita, punto y otro. Pasó por la plaza en oscura madrugada, cantando: – ¡Ando buscando un noviiillooo, que del morral se salió... ja ja ja del morral! – y así llegó hasta la capilla de San Miguel. Ahí, Lelahel lo esperaba. Alrededor del pozo había colocado los botes que le quedaban. El pobre de Apolión apenas pudo trepar al campanario. Cuando quiso bajar resbaló y se puso un maldito diablazo que, según se cuenta, le acomodó la patita de gallo. No supo más de sí, porque de tantas maromas que dio… hasta el hoyo fue a caer por su propia voluntad. Lelahel aprovechó y rápidamente puso la estatua de San Miguel arriba del pozo. Después de eso, la magia celestial se encargó de sellar el agujero para siempre.
Fue el fin de este “diantre de demontre”, que no tuvo cabida ni entre los diablos ni entre los hombres. Ahora está encerrado bajo la estatua de San Miguel Arcángel, sin la esperanza de ser liberado. A nadie le interesa sacarlo. Ni su patrón Lucifer se atreve a asomarse por ahí, por temor a que lo sambutan a él también.
Lelahel visitó a mi abuelo y le dijo que por haber hecho tratos con ese demonio merecía un castigo. Sin embargo, por haber contribuido a atraparlo, lo iba a perdonar.
– Ve y haz el bien. Ya no hagas más raicilla. Yo te protegeré a ti y a tu familia – le dijo el ángel antes de partir.
Y aunque Lelahel fue muy valiente, no llegó a ser general como quería. A cambio de eso le dieron un puesto menos riesgoso, pero no menos importante: ser mi ángel de la guarda.
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