En las cercanías de Talpa existe un cerro, en el lado que el
sol lo ilumina en el ocaso tiene una gran roca expuesta que si observas
detenidamente forma la cara de una anciana, la gente lo conoce como “El Cerro
de la Vieja”.
Pesa sobre este cerro una leyenda, mágica, como todas las
historias que se cuentan a lo largo del territorio nacional y en todos los
lugares que fueron asiento de las culturas prehispánicas y que posteriormente
estuvieron bajo el dominio de la corona española.
Nuestros antepasados creían que desde el nacimiento cada
persona tenía un “nahual”, un animal protector que se identificaba con ella.
Creían que si el nahual de una mujer era el cenzontle, ésta tendría un canto
privilegiado; o si un hombre era valiente y fuerte, su animal podría ser el
jaguar. También creían que las personas podían convertirse en ese animal; pero
para lograrlo tenían que adquirir conocimientos secretos, mágicos y ocultos.
Que ese don podía utilizarse para bien o para mal. A los hechiceros que podían
convertirse en animal se les conocía como “nahuales”, y sólo podían
transformarse de noche y al amanecer volvían a su forma humana.
Dejando a un lado la época prehispánica, cuentan los mayores
que, en los años de la guerra cristera, había un camino que pasaba cerca de
este cerro y sobre este camino empezaron a encontrarse cadáveres mutilados,
algunos con la garganta destrozada y otros con muestras de haber sido atacados
por las fieras.
Ildefonso, un cristero que tuvo la suerte de salir con vida
de ese lugar, platicaba que él y parte del grupo al que se había unido en los
años de la cristiada a cargo del general Luis Ibarra, tomaron aquel camino
cuando iban huyendo, después de haber emboscado a un batallón de federales en
La Cumbre de Los Arrastrados. Habían rodeado por allí porque querían acortar
camino para llegar a Talpa al amanecer, pues llevaban algunos heridos de bala y
también querían esconderse unos días para agarrar fuerzas y luego reunirse con
el resto de la tropa, que había jalado para Santa Gertrudis.
Íbamos pian pianito bajo la luz de la luna. Nuestros caballos
estaban agotados. Una de ellos traía una bala en el anca y otro una herida en
una pata. A mi compadre Hipólito le habían reventado un ojo y traía una oreja
casi colgando. Yo nomás traía un rozón abajo de la rodilla, pero se estaba poniendo
negro. También traíamos harta hambre, pero íbamos contentos porque hora si
habíamos deshilachado a los méndigos federales. Calculábamos haber mandado al
infierno a no menos de trescientos pelones. Ése era nuestro consuelo.
Nos detuvimos para descansar en una majada. Yo prendí una
fogata y agarré un ocote encendido y fui a traer agua de un arroyito que
habíamos dejado atrás. Cuando volvía a donde estaban mis compañeros, escuché
que hablaban. Y como me pareció escuchar una voz de mujer, me apresuré para ver
quién era ella. Casi llegaba al campamento improvisado cuando oí un grito
fuerte, como cuando atraviesan a un cristiano con el sable de la nuca hasta el
estómago. Luego, luego, sentí como calambres en la panza, las piernas y los
brazos. Arroje el ocote a un lado y de un brinco me subí a un árbol. El susto
me borró el dolor de mi pierna. Tenía la boca seca, apretaba las muelas con
tanta fuerza que las quijadas me dolían. Respiraba muy rápido y creía que mi
corazón se escuchaba en todo el bosque. Desde ese lugar pude ver cómo un jaguar
destrozaba a mis compañeros sin que yo pudiera hacer algo, ya que había dejado
abajo mi 30-30. Vi a mi compadre Hipólito, que apenas se movía, dirigirse hacia
donde yo estaba pero la fiera lo derribó colgándose de sus hombros y clavando
sus afilados colmillos en la nuca. Mi compadre al caer alcanzó a medio verme
con el único ojo que le quedaba. Pude ver el terror en su rostro. Yo tenía
muchas ganas de vomitar, de gritar, estaba aterrado. Me quede quieto por largo
rato, hasta que aquel animal terminó con mi compadre, pues a los demás sólo los
mató y allí los dejó; pero de mi compadre sólo quedaron las manos, las piernas
y la cabeza.
Yo había visto muchas cosas en batalla, pero esto no era lo
mismo. El lugar olía a sangre, hedía a muerte.
Al quedar satisfecho, el jaguar se echó junto a los restos
de mi compadre y empezó a lamerse la sangre de las patas y los bigotes. Casi
amanecía cuando la bestia se acercó a la fogata. Se echó y comenzó a revolcarse
como si algo le doliera. Estiraba las patas y se sacudía, levantando la ceniza,
tanta que no podía ver bien lo que estaba pasando. Cuando al fin pude ver, no
podía creer lo que estaba viendo: ¡Una mujer! ¡Qué digo mujer! ¡Una hermosísima
mujer! allí estaba tirada, desnuda llena de ceniza. De la impresión caí del
árbol, haciendo mucho ruido. La mujer se levantó con la agilidad de un gato y
sin importarle su desnudez, se dirigió rápidamente hacia mí y con una mano me
tomó de las ropas y casi me crucifica contra el árbol.
— ¿Vienes con ellos? –me gritó la hermosa mujer en la cara.
La boca le olía a sangre todavía.
—Sí, si señora. Y si ha de matarme como ellos, pues hágalo
de una vez —le dije.
—Puedo hacerlo fácilmente pero… dime ¿eres cristiano? –lo
que preguntaba me inquietó bastante.
— ¡Claro que sí! Por eso peleamos –le grite en el mismo tono
ella me gritaba a mí, después de todo, lo más seguro es que me mataría.
—Pues, entonces vete —dijo la mujer— puedes irte, y apúrate
antes de que me arrepienta —insistió la dama, mientras se echaba encima una
manta que no supe de donde la sacó.
Yo, sin poder hablar, de reojo alcancé a ver mi 30-30, y
mientras pensaba como llegar hasta mi rifle, le pregunte.
— ¿Entonces, sólo por ser cristiano me va a dejar ir?
La mujer, que ya se había vestido como soldadera, me
respondió tranquila:
—Sí hombre, anda vete ya, y no regreses por aquí, que puedo
olvidar que eres hombre de fe.
Yo ya no entendía nada y volví a cuestionarla, —Mis
compañeros también eran cristianos… ¿Por qué los mataste?
La mujer caminó hacia mí, despacio, moviendo suavemente sus
caderas y cuidando de no pisar a los difuntos. Respondió con voz burlona:
–Perdón, olvidé preguntarles. Dale gracias a tu Dios que a
ti si te pregunté; así que agarra tus cosas y vete, a estos déjalos aquí, que
si no soy yo la que se los trague, será otra fiera, y no querrás ser parte del
festín.
Cuando terminó de hablar se retiró un poco y yo me agaché
para agarrar mi “wínchester”. Cuando me incorporé, busqué a la mujer y ya había
desaparecido. Sin pensarlo dos veces, tomé mi talega y corrí, más abajo en el
camino encontré al caballo que traía la pata lastimada. Había huido al percibir
la fiera. Lo monté y como pude llegue a Talpa a medio día, no había ningún
federal, pues unos estaban muertos y otros en el curato que usaron como hospital.
Pasado un mes, ya repuesto de mi pierna, me fui de Talpa.
Antes de irme pase a ver al Padre Palafox, que a pesar de la situación no quiso
salir de Talpa y estaba escondido en casa de mi comadre Petra; le conté lo que
nos había pasado, y nomás me dijo, —Poncho, eso es cosa del Diablo, no regreses
por allí.— Me dio su bendición y partí.
Tomé el camino para el Rincón, por el cerro, pues pensé que me
buscaban los federales. Pase por un lado de la hacienda del Ocotillo, le di la
vuelta a ese maldito Cerro de la Vieja.
Llegué a Santa Gertrudis pero no alcancé a mi tropa y me fui
hacia Ameca, allí me subí al primer tren que vi; me llevó a Guadalajara donde
viví cuarenta años.
Hace unos días regresé a Talpa y sigo sintiendo el mismo
miedo cuando veo ese maldito Cerro de la Vieja.
Comentarios
Publicar un comentario