Por Daniel Argil.
Hace tiempo, no me pregunten cuánto, escuché esta historia, de labios de un peregrino.
Contaba que, una noche, camino a Talpa, entre esos puntos que le llaman Guayabos y el Espinazo del Diablo, al doblar un recodo del camino, se encontró de pronto con una mágica aparición: un hombre apoyado en una piedra redonda calentaba sus huesos ante una fogata suspendida a dos palmas de mano sobre el suelo, que ardía sin que la alimentara madero alguno, suspendida y como brotando de la nada. El peregrino, que caminaba rezando y pidiendo milagros a la Virgen, se acercó curioso y discreto a la escena. La fogata, que brotaba de la nada, crepitaba furiosa e iluminaba un rostro afilado e inconfundible: era el Maligno o el Diablo, Satanás, Lucifer; como le quieran llamar… Unas gotas comenzaban a caer y mojar el suelo donde el personaje se calentaba: el Diablo estaba llorando. Sí, el tan temido Ángel Caído, origen del mal, estaba acurrucado como un niño y derramando gruesas gotas de dolor, rabia o tristeza, que corrían por sus afiladas mejillas.
El peregrino, que hacía de su vida una práctica diaria y constante de amor y fe en la Virgencita de Talpa, no pudo, aunque quisiera, asustarse; ni tampoco tuvo tiempo, pues justo en ese instante el Diablo se percató de su presencia.
— ¿Quién eres tú? ¡Muéstrate ante los ojos del Ángel Oscuro! ¡Él te lo ordena!—tronó la voz cual rayo, asustando a tecolotes, lechuzas y otras aves de la noche.
El peregrino se quitó el sombrero. Las llamas crepitaron con más furia y le mostraron al Diablo el rostro desgastado pero sonriente de un anciano.
—No hace falta que simules—dijo el anciano, ampliando su sonrisa—Hace un instante llorabas desconsoladamente. Mi presencia no es obstáculo para que interrumpas tu sufrir. Cuéntame… ¿Qué ha sucedido para que el Rey de las Tinieblas sufra de tal manera?
El Diablo, sorprendido por el aplomo y la dulce compasión que emanaban las palabras del anciano, serenó sus ánimos. Al verse descubierto en lo más hondo de su intimidad, agradeció con la roja mirada la conmiseración del anciano. Luego de un rato, habló:
—La verdad es que estoy hasta los cuernos. Estoy harto de representar este papel que, sinceramente, no me hace gracia alguna. Cuando firmé el contrato, hace milenios, no decía nada de que el trabajo fuera por tiempo indefinido. Aunque nunca se me ocurrió leer las letras pequeñísimas del final del escrito. Verás, te explico, venerable anciano: Al tratar con Dios me dijo que a cambio de encargarme de castigar a las almas impías en una cueva que se encuentra a pocos kilómetros de aquí, ganaría la inmortalidad y, claro, como yo era joven e inexperto, acepté. Cuando con mi sangre firmé el contrato, por medio de un hechizo o conjuro que hasta hoy desconozco, mi piel sedosa de ángel se convirtió en este cuero seco, áspero y rojizo que ves; me creció esta cola inmunda, y de mi frente brotaron estos odiosos cuernos que en nada abonan ni a mi figura ni a mi honra. Eso lo he sufrido como quiera a través de los siglos. Pero, ahora, que me he enamorado, aunque quiero, no puedo abandonar esta maldita y abusiva responsabilidad.
— ¿Y… cómo es que no puedes abandonar lo que ya no te conviene, tú que eres tan poderoso? Increpó el anciano.
—El otro día fui a hablar con el Santo Padre Celestial y, haciendo referencia a la letra pequeñísima, casi ilegible, del maldito contrato, me señaló que la responsabilidad era por toda la eternidad. Ahora caigo en cuenta de que nunca podré tener a la mujer de la que me he enamorado, pues ella, más que amarme, se horrorizaría de mí.
Dicho esto, el Diablo volvió a sentarse en cuclillas. Abatido emprendió de nuevo el llanto. El anciano, luego de permanecer callado, contemplando aquel sufrimiento sobrenatural por un par de minutos, habló de nuevo:
—No esperaba hoy, al salir de casa, que me encontraría con el Diablo llorando desconsoladamente por el amor de una mujer; pero, amigo, creo que he encontrado la solución.
El Diablo alzó los cuernos, esperando del peregrino la respuesta a su tortura sentimental.
Si tanto la amas, desearás permanecer con ella durante la eternidad. Y ya que un conjuro divino no se puede romper de manera alguna, lo que deberías hacer es… matarla.
Algunos cuentan que el Diablo acabó con la vida de la amada y que permanecieron por siempre entre los fuegos del infierno. Otros, en cambio, afirman que era tan puro el amor del Maligno por la mujer, que no fue capaz de matarla y, ésta, al fallecer ya anciana se fue al cielo. Yo, personalmente, no me atreveré a inventar algún final para esta historia que me han contado. Ahí se los dejo de tarea.
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