El callejón del diablo


Autor: Daniel Argil
Nadie sabe cuándo empezaron las apariciones de este satánico corcel negro, a veces solo y otras con su infernal amo. Tampoco se sabe si seguía a alguien en especial, aunque se dice que, a los teporochos trasnochados les bajaba la borrachera y los dejaba sin cruda después de un susto al taparles el camino.
Este engendro solía aparecer por las calles de “La Mexicana” (hoy Doctores Valdez), por la pila del “barrio alto”, la calle Recreo y principalmente la Ramón Corona.
Los vecinos escuchaban el fuerte ruido de sus cascos que golpeaban contra el empedrado o las escasas banquetas, bailaba, resollaba y azotaba grandes patadas contra las puertas de madera.
Unos dicen que el que monta el caballo del mal es un charro vestido de negro y que cubre su rostro con su oscuro gabán. Lo cierto es que nadie le ha visto el rostro al luciferino jinete.
Aun con todo este misterio no falta quien rete a la audiencia y quiera hacer gala de su valentía, pero no todos han vivido para contarlo, tal es el caso de un curandero de nombre Porfirio que vivía en una choza por la calle Recreo. Era muy estimado por la gente, decían que tenía poderes que curaban enfermedades y padecimientos, era muy piadoso, no cobraba sus servicios, vivía de lo que la gente de ves en ves le regalaba. Conocía toda clase de hierbas buenas y malas. A veces tenía que subir al cerro de noche a cortar la flor de cempazuchitl o mandrágora, que según las creencias había que cortarlas de noche. No les temía a las serpientes de veneno mortal.
–Estoy curado de espanto –decía Porfirio.
Cuentan que una madrugada al regresar del cerro, al cruzar el puentecito de la calle Corona se le apareció la sombría bestia.
– ¡Animal del demonio! ¿Qué haces en mi camino? Ni pienses que te tengo miedo, aunque tu amo, el mesmo Lucifer te haya enviado a ponerme en tentación. –Grito Porfirio al momento que el animal se levantaba en sus patas traseras, relinchando y mostrando sus ojos como carbones encendidos. En ese instante hizo su aparición el dueño del ecuestre espantajo, en medio de una densa nube, fuertes vientos y relámpagos, allí estaba, vestido de charro, todo de negro.
–Eres tonto Porfirio, mírate malgastando tu tiempo y grandes conocimientos sin sacar provecho. –Le dijo Lucifer.
–Podrías tener mujeres hermosas y dinero, si en lugar de hacer caridades pensaras en tu provecho, oye mis consejos y tendrás lo que quieras. –Lo tentó el mismo.
– ¡No! Te conozco chamuco condenado, quieres ponerme la tentación y adueñarte de mi alma.
–Quiero ayudarte como buen amigo.
–No quiero tu ayuda ni tus favores, ya tengo a mi Señor que me favorece con sus bendiciones.
De entre sus ropas sacó Porfirio un pequeño crucifijo y le grito a su adversario:
– ¡Vete sombra maldita, que la señal de la santa cruz me protege!
–Cuando me necesites ya sabes dónde encontrarme. –Le dijo Satanás al momento que subía a su caballo y emprendía la huida.
– ¡Eso jamás! Y pa no tener la tentación ya no me vendré por este puente y santo remedio.
Gracias a Dios a Porfirio nunca le faltaba el trabajo, en su casa siempre había gente que lo procuraba para obtener algún remedio.
Un día lo visitó doña Pachita, su vecina, una viuda ya entrada en años que a veces le ayudaba con la limpieza de la choza o le cocinaba algo.
–Deberías buscarte una mujer Porfirio, el hombre necesita quien lo atienda, y pos no es bueno estar solo. –Le dijo doña Pachita al tiempo que servía unos frijolitos que ella misma había preparado.
–Ganas no me faltan doña Pachita, ¿Pero quién se va a fijar en mí? Si no tengo ni en caerme muerto.
–Pero tienes buen corazón, eres caritativo, de buenos sentimientos y esos son motivos para cualquier mujer.
–No se crea doña, hace falta algo más para que una mujer decida unirse a alguien, mejor no me hago ilusiones.
– ¿A poco nunca has querido a una mujer?
–Nunca, Pachita, nunca –contestó Porfirio mientras veía a doña Pachita salir y volviendo a quedarse completamente solo.
Oportunidades no le habían faltado a Porfirio. Se acordó de las hijas de don Mateo, un viejo herrero que vivía para el lado del río. Una tarde, como a las siete, mandó don Mateo por Porfirio.
– ¡Dice el patrón que es una emergencia! –Dijo el peón de don Mateo.
Porfirio salió corriendo sólo con su morral de manta, donde portaba los remedios más comunes.
– ¡Haga usted algo, que mis hijas están muy graves! –Gritaba don Mateo parado en la puerta de la habitación de las doncellas.
–Vamos a ver... –Comentó Porfirio, mientras observaba a las muchachitas tiradas en sus camas, retorciéndose como culebras en la arena caliente, sólo las cubría su camizoncito medio transparente y que por las sudoraciones se les pegaba más a su cuerpecito.
– ¡Hay papá, me muero! –Vociferó Imelda, la mayor.
– ¡Llama al señor cura para que nos confiese! –Decía Beatriz, la más chica, al momento que se agarraba la panza y se volteaba culimpinada, quedando cerquitita de Porfirio.
–Lo dejo don Porfirio, sólo para que las examine. –Dijo el preocupado padre al salir de la habitación.
–Vamos a ver muchachitas ¿qué les pasa? –Les pregunta Porfirio.
Poniéndose de rodillas en la desarreglada cama, Imelda se recorre el escote del camisón hacia los hombros y le dice:
– ¡Ay me pica todo el cuerpo! Tengo dos ronchas, una del lado derecho y otra al izquierdo, tóquelas son muy grandes.
–Se me hace que son puras exageraciones –le dice Porfirio, mientras tragaba saliva y sentía que se le salía el corazón por la garganta.
Beatriz, que se descubría las piernas le decía:
– ¡A mí me arde todo el cuerpo! Tengo mucho calor, póngame algo con sus manos o sóbeme tantito ¡Ándele!
Porfirio les unto un poco de pomada con mentol y árnica, es lo único que se le ocurrió, y salió casi corriendo, aconsejo a don Mateo que hiciera que se bañaran tres veces al día con agua fría y que si era posible fuera arreglándoles el casorio.
Un día Porfirio venia del rumbo de Casas Altas y ahí por la pila de “La Mexicana” escuchó un estruendo muy fuerte, era una carreta que venía descontrolada, se habían desbocado los animales; pues como pudo se lanzó y los detuvo.
Porfirio sintió que algo lo quemaba por dentro cuando vio a la hermosa mujer que, con mucha dificultad bajo del carro, a lo mejor por el sustote.
– ¿Qué le pasó señorita? –Preguntó Porfirio, temblando por dentro, apenas podía articular las palabras.
–Pues venía bien, cuando de pronto un caballo negro salió de la nada y asusto a mis animales, que empezaron a correr sin que pudiera detenerlos, creí que moriría, muchas gracias. –Le contó la bella dama.
Porfirio no quiso comentar nada de lo que el sabia sobre ese caballo negro, para no asustarla más.
–Perdón, me llamo Porfirio, estoy pa servirle, deje la acompaño. –Se ofreció Porfirio.
Después de dejarla en su casa, se encontró a Miguel, un buen amigo suyo, – ¡No andas tan perdido Porfirio! –Le gritaba su amigo a la vez que soltaba una carcajada.
–No tiene nada de malo que me guste esa mujer.
–Pues no, pero lo malo es que ya tiene dueño.
–Se llama doña Laura, y es esposa de un ingeniero que apenas llegó a la mina.
–Así que es casada. –La sonrisa de Porfirio se borró.
–Además mi Porfi, es mucha mujer para ti, de esas pulgas no brincan en tu petate. ¡Acuérdate! Mujer casada... es cosa vedada. –Volvió a reír Miguel, dándole unas palmadas en la espalda a Porfirio.
Porfirio se dijo para sus adentros:
–Esto es obra del diablo que puso esta tentación en mi camino, mejor me olvido de ella.
Pero para su desgracia, no podía dejar de pensar en ella, se le había metido entre las venas, si cerraba los ojos la veía, si dormía la soñaba y despierto no se la quitaba del pensamiento. Y para acabarla de amolar, al día siguiente, se la encontró por la plaza con su marido el ingeniero.
–Mira Alberto, este es el hombre que me salvo, se llama Porfirio. –Lo presentó la bella dama.
–Para servir a Dios y a su merced. –Dijo Porfirio extendiéndole la mano a su contrincante.
–Mucho gusto, Laura me ha platicado lo valiente de su hazaña. Le estoy muy agradecido. –Le dijo el marido, sacando unos billetes y ofreciéndoselos a Porfirio.
– ¡No señor los favores no se pagan! –Contestó Porfirio ofendido.
–Pues entonces, acépteme como su más sincero amigo. – Entonces el ingeniero le da un abrazo a Porfirio, quien sintió rabia.
Al alejarse la pareja, Porfirio se sentó en una banca de la plaza a calmarse un poco, pero no lo consiguió. Se decía para sus adentros:
– ¡Esa mujer tiene que ser mía, no sé cómo, pero tiene que ser mía!
Cegado por la pasión, Porfirio al anochecer corrió a ese callejón maldito, se paró en el puentecito y gritó:
– ¿Dónde estás méndigo chamuco?
No tardó la respuesta a su suplica, de repente escuchó un relinchido, era esa bestia negra, el caballo del diablo, que sacaba humito de la nariz y que reparaba como si le hubiera picado un alacrán.
– ¡Llévame con tu amo, que ahora si necesito su ayuda! ¡Quiero a una mujer ajena y para eso necesito al diablo! ¡Te seguiré hasta el mismísimo infierno!
Porfirio corrió detrás del animal por el camino a “las nueces”, allí en un paraje el potro empezó a brincotear junto a unas amapolas del cerro, Porfirio no tardó en adivinar lo que esa bestia le quería decir:
–Entonces quieres que haga una pócima y se la dé a doña Laura, ¡méndigo diablo! Quien diría.
Tomo las frescas flores y se dirigió a su choza, allí, sin testigos, a la luz de una vela preparó el maldito brebaje en el que hundió unos dulces de azúcar quemada.
Al día siguiente, muy tempranito se dirigió a la casa de su diva. Afuera espero escondido entre la maleza a que el marido saliera. Tan pronto salió el ingeniero rumbo a la mina, Porfirio hizo su aparición en la casa.
–Buenos días doña Laura. –Saludo sintiendo sus latidos en la garganta y la falta de saliva.
–Buenos días Porfirio, ¿qué le trae por aquí?
–Pues sólo vine a traerle unos dulces que acabo de hacer, ¿espero le guste el dulce?
–Le voy a confesar algo... Mi marido me conquistó con dulces, me encantan.
–Me voy a ver un poco egoísta, pero por favor no los comparta con nadie, son sólo para usted. –Le rogó Porfirio, quien podía sentir ya a la mujer en sus brazos.
Pero Porfirio fue paciente, supo esperar a que el extracto hiciera su efecto.
Esa noche, la bella mujer después de lavarse sus pies y cepillarse, se recostó. Un fuerte dolor en el vientre la hizo levantarse, el ingeniero que había salido a fumar llegó al instante a auxiliar a su amada:
– ¿Qué pasa amor? ¿Qué tienes?
– ¡No sé! Me duele mucho, manda por el curandero.
El citadino marido que no creía en esos métodos curativos y se negó, alegando que llevaría a un médico. La mujer que ayudaba en las labores de la casa le comentó al ingeniero que Porfirio era persona de fiar:
–Es rete bueno, cura todo.
–Está bien, mande por él, y que le digan que es urgente, que mi esposa lo necesita.
Lueguito llegó Porfirio, se le podía ver una sonrisa libidinosa.
–Buenos noches. –Saludo el recién llegado.
–Buenos noches, Porfirio, por favor vea a mi mujer, creo que está muy grave.
–Nomás que les voy a pedir que nos dejen solos, los enfermos se chiquean con sus familiares. –Alego Porfirio.
–No se preocupe ingeniero, Porfirio es de confiar, es un alma de Dios, él sabe lo que hace. –Comentó la criada.
Así, no muy convencido, salió el marido de la habitación.
– ¡Por favor Porfirio, quíteme este dolor! –Le decía la señora, mientras él pensaba en lo hermosa que era.
– ¡Quítame esto que siento Porfirio!
– ¡Cálmate mamacita, cálmate! Ya se te va a pasar. –Le dicha Porfirio mientras sus manos acariciaban todo su cuerpo.
Porfirio pensó:
– ¡Hay que cuerpecito calientito como pechito de paloma!
– ¡Hay Porfirio parece milagro pero ya se me paso el dolor! ¡Mira que igualada hasta de tú te hablo!
–No te fijes mamacita, que lo que se hace con amor tiene que ser bueno. Dicen que tengo buena mano, que curo todo.
–Pues debe ser cierto porque ya me siento bien.
–De todas maneras, si te vuelve, nomás que me avisen y aquí me tienes a tus ordenes, ¡Mamacita!
En eso entra el marido a la habitación y pregunta:
– ¿Qué pasó? ¿Todo está bien? ¿Te sientes mejor reina mía?
–Pues mira, ya don Porfirio me alivio, parece cuento ¿verdad?
– ¿Cómo puedo agradecerle Porfirio? Acepte este dinero por favor.
– ¡No por favor! Me ofende, nunca cobro mis humildes servicios.
Volteándose Porfirio hacia la criada le dice: –Le hace un tecito con estas hierbas para que se sienta mejor.
Lo que nadie sabía es que esas hierbas eran la mezcla que el mismo Satanás le había dado, y sólo iba a seguir con el embrujo de la bella dama.
Así continuo por un tiempo, la señora se sentía mal y Porfirio la acomodaba, lo que al marido no le gustó y terminó sospechando. Así que dio la orden de que si la señora se sentía mal, no le hablaran al curandero, que él iba a traer un doctor.
Pues como era de esperarse, la doña empezó con sus achaques, la criada no sabía que hacer pues no podía mandar por Porfirio y la señora se revolcaba del dolor y gritaba pidiendo que le trajeran al curandero.
Por fin llegó el marido con el doctor, pero al entrar a la habitación se dan cuenta que no hay nadie. La criada histérica le cuenta al ingeniero que la señora en su desesperación escapó por la ventana y también le dice que ella cree que Porfirio la tiene enyerbada. El doctor allí presente le dice:
–Mire amigo, yo no creo en esas cosas, pero a lo mejor ese hombre le dio alguna pócima que trastorno a su mujer. Y dicen que hay que recurrir a la violencia para curar el mal. ¡Usted sabe lo que hace!
Doña Laura ya estaba con el curandero, suplicándole le calmara lo que sentía.
Porfirio aprovechándose de los efectos del brebaje llevo a la hermosa dama a su cama donde por fin saciaría su maldita sed.
– ¡Ven Laura, ya no vas padecer mi ausencia! –Gemía Porfirio–. ¡Ven cuerpecito deseado, dije que serias mía, sólo mía!
De pronto, entró el enfurecido marido gritando:
– ¡Maldito brujo del demonio!
– ¡No me quitaras lo que ya es mío! –Resoplaba el curandero.
Lucharon como fieras, uno por obsesión y el otro por amor.
Así, por cosa como del infierno brotó el fuego. El ingeniero logró tomar en brazos a su amada y salir entes de que el fuego los tragara.
Cuando Porfirio intentó salir apareció Luzbel en su corcel negro impidiéndole el paso.
– ¡Déjame salir maldito animal! –Gritaba aterrado Porfirio.
– ¡Fui tu aliado para que amaras a una mujer ajena, y ahora me cobro el precio llevándome tu alma en pena! –Le decía el maligno mientras veía como Porfirio era tragado por el fuego.
Esta historia me la contó un viejito que dice que se burló del diablo, está ciego porque vio la gloria de la maldad del demonio y ahora vive solo y pobre, escondiéndose del diablo, metido en una choza rodeada de cruces de madera, esperando que este encuentre la forma de penetrar su escudo o que llegue la parca y le abra paso.

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